Estaba
sentado sobre una roca. Las redondeadas aristas de las piedras que conforman El
Torcal, mi lugar de poder, nos hablan de centenares de miles de años en los que
el viento, el agua, acariciaron a veces no tan suavemente su faz.
Lo
vi sentado sobre una roca, una gran roca que me hablaba del tiempo, de la
insensatez que supone medirlo, de la pequeñez que significamos si nos
comparamos con estas piedras, con el
hielo que la quiebra o con el sencillo vuelo de la lechuza desde el espino
albar a la piedra y desde la piedra al horizonte.
Lo
vi sentado sobre una roca. Me miró con sus ojos invisibles. Penetró en mi alma
y en un segundo supo todo de mí, y en un segundo supe que sabía todo de mí.
Cuando
me pierdo entre estas piedras, cuando camino entre gotas de rocío, líquenes y
zarzas. Cuando me dejo cubrir por el manto de nieblas que El Torcal sostiene
muchos días de cada primavera, de cada otoño e invierno y algunos del verano,
oigo campanillas que se pierden en la oscuridad, y susurros contenidos en
sensaciones, y en momentos de extrema claridad y ternura todo te ilumina, el entorno te abraza silenciosa y
amablemente y te dice: “no estás hecho de piedra como nosotras, pero
nosotras no somos tan solo piedras...”
Sentado
sobre su roca aquello que yo era era yo sin serlo, en una imagen trascendente
de mí que miraba fijamente a un horizonte en el que el Sol comenzaba a
reclinarse para brillar en el interno de quien lo mira, y disipar su noche.
¿Cuántas
veces me he perdido en estos caminos, en estos senderos en los que perderse y
después encontrarse es como un juego que no hay que temer, como una experiencia
iniciática construida de laberintos que reflejan tu propio laberinto, como la
búsqueda de una salida antes que la noche caiga y te impida ver el camino de
vuelta a casa?. Y aún así, ¿cuántas veces anduve sus caminos en la noche para
mirar las estrellas y contemplar el hogar de nuestros ancestros, y mirar mi
primera casa, la del primer tiempo, la del no tiempo, prendida de un can de estrellas
como un ojo rutilante?. ¿Cuántas veces contemplé desde aquí la maravilla
estelar de Sirio?. ¿Cuántas he esperado desde aquí la llegada de los amigos de
la Luz, y de las luces?.
Lo
encontré sentado sobre una roca. Al mirarlo de frente me miré en lo más
adentro, y supo de mí todo cuanto ya sabía y todo cuanto yo ignoraba. Me habló
del conocimiento y de la deuda del despertar, la que adquirimos entre tanta
piedra y tanta zarza en la vida, entre tanta espina y tanta rosa...
Cada
piedra de este camino, cada recodo del sendero entre los sueños de piedra de El
Torcal, son como la vida del viajero: un camino recóndito que solo puede
llevarte hasta ti mismo y que solo de ti mismo puede alejarte.
“Viajero
que haces tu vida en el camino no te pierdas de ti mismo, pues siendo amo de tu
propio laberinto de él solo podrás salir caminando”.
Al
volver la vista atrás y verlo aún sentado sobre su trono de piedra, mirando aun
el horizonte, reflejando ya el brillo de las estrellas, una voz resuena como un
lamento que me dice: “No te alejes de lo que en verdad eres y búscame en ti
en todo momento, porque siendo lo que soy eres quien yo soy, y solo de ti puedo
partir y a ti regresar”.
Lo
vi sentado sobre una roca. Y la roca era el mundo. Y él era el sostenedor del
cielo. Y sus ojos invisibles las ventanas por las que se asomaba el tiempo. Y
su corazón la voz de la Tierra. Y su rostro el rostro de la Luz.
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