Caminos,
hago caminos, entre piedras, entre zarzas, entre arbustos de romero, pinos,
piedras que crujen a mi paso, arenales donde dejar huella es como decir un te
quiero a la luz de la luna esperando que una nube lo borre.
Caminos,
hago caminos serpenteantes y rectos, dejándome acariciar por silentes
recuerdos, por voces sin tiempo y sin timbre, por caricias de recuerdos
convertidos en encuentros, hallazgos de fragmentos de historia, de recuerdos
atesorados por montañas y cauces, por laderas y desfiladeros, por rocas y
viento que acaricia cabellos teñidos de un suave blanco que no llega a serlo.
Hago
caminos jugando a no pensar, a no desbrozar pensamientos hilados que me lleven
lejos de donde el pie pongo y el alma asiento. Juego sin jugar a oír la voz sin
tiempo de un pueblo, a oír sin oír la voz interna y la del espíritu que llena
esta montaña.
Cruje el camino bajo mis pies y se lamenta el suelo
porque, al pisar el rostro de la piel de piedra y arena, quiere hablarme si
oigo sin oír y contarme historias traídas por el viento y por el espacio que en
mi interior dejo para ser llenado.
Me
dejo llevar por lo que nombre no tiene, pierdo mi mirada mirando sin mirar y
contemplo mi respiración (el ritmo de la vida que me ayuda a estar en el
momento presente sin derramar entretenimientos vanos) y le digo al espíritu de
la montaña y al del pueblo que ocupara estas tierras hace ya mil años:
“Muéstrame tus secretos”. “Hazme un presente”. “Hazme llegar algo hermoso de
las gentes que habitaron aquél tiempo y que aún suben y bajan estas montañas y
visten sus casas de azul añil”.
Y
la montaña, y el espíritu de aquél tiempo, me abren su corazón y sus misterios.
Y yo me dejo regalar historias sin tiempo de otro tiempo, vestidas de pinos y
rocas, de cerámicas y vidrios, de guerreros y campesinos que aún transitan
estas tierras a la luz del que ve sin ver y sin oír oye el latido de un corazón
aún vivo.
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