Pequeño cielo que cobijaba mis atardeceres, magia de la luz y de las estrellas que brotaban a borbotones lentos, despertares en los cielos que robaban miradas y sueños.
Pequeño cielo que escondía esperanzas, fantasías y osadías del pensamiento, incursiones sin miedo a traspasar fronteras prohibidas. La razón era un puente entre lo finito y lo infinito, en vez de una puerta cerrada temiendo abrirse.
Pequeño cielo sostenido por montañas y llanos, por búsquedas, por un río de aguas caducas e invernales. Naranjos y olivos, eucaliptos y acacias, lechuza blanca que alimentaba el misterio y traía mensajes de ellos (desconocidos insondables que sondeaban mis pensamientos).
Crecí bajo ese pequeño cielo, que acogió mi infancia y mi juventud. Todo sucedió bajo él: Primero, mis juegos de aprendiz de humano. Y después, mis búsquedas de aprendiz de ángel vestido de olvido.
Pequeño cielo para mi inmenso. Bajo él mis pies tomaron tierra y mi cabeza cielo. Bajo él levanté los brazos para recibir su bendición y mi mirada para penetrar sus secretos.
Todo cuanto soy se alimentó de momentos vividos en ese mágico espacio en el que mi mente voló a parajes lejanos, desconocidos e inspiradores. Fue allí donde comencé mi aprendizaje de amnésico viajero en el tiempo. Y donde empezaron a brotar mis alas de cristal.
Mi homenaje al cuerpo de piedra y tierra, de agua y hierba, de azul y nubes, de lluvia y estrellas…, que se dejó amar por mis sueños y acariciar por un millar de preguntas.
No la he olvidado. Me alimenté del misterio en esa tierra, bajo ese cielo. Y todavía hoy ejerce su poder sobre mí gritándome desde el pasado que todo momento pretérito está presente, que no me marché ni se fue de mi, que el Monte Coronado sigue indemne al olvido, que las luces que lo hollaron nunca se fueron, que la Ciudad Jardín sigue siendo un jardín de atardeceres rotos por el misterio.
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