El camino se abrió en dos. Y cada camino era una opción. El diestro conducía al pasado. El izquierdo le llevaba al futuro.
Ante el Guerrero de la Luz se desplegaron un sinfín de posibilidades. Caminar al pasado le daría la oportunidad quizá de librar batallas que no libró, o afrontarlas de otra manera, o no librar alguna de las que acometió. Caminar al futuro le abría también todo un mundo de posibilidades, pues lo incierto se haría cierto. Y la experiencia acumulada sería la consejera de sus nuevos sueños y la que librara quizá la batalla del momento.
Un árbol buscaba el cielo donde el camino se partía en dos, como un pincel que buscara dibujar nubes. El sol, justo en lo alto, le robaba la sombra, como si quisiera significar que erguido en busca de su propio destino la sombra no era ni siquiera un sueño, ni mucho menos su enemiga, pues su sombra y su luz parecían fundirse en una sola cualidad del alma.
Contemplando el mar de opciones que ante él se mostraba una paloma blanca se posó sobre el árbol. Y entonces comprendió: Solo la pureza en el pensamiento le mostraría el camino. Solo se mostraría ante él el camino correcto si era capaz de ser como el árbol, dueño de su sombra y de su luz.
Y apoyando su espada sobre el terreno, posó una rodilla en el suelo. Y reclinando la cabeza se dijo a sí mismo:
“Solo he de vivir el momento, pues presente, pasado y futuro confluyen en este instante sagrado”.
Al levantar su mirada, y ponerse en pie sobre su destino, no había más camino que el arcoíris que conduce al hombre de lo humano a lo divino y de lo divino a lo humano. Y el árbol sin sombra. Y sobre él el puente que lleva a la puerta de la Luz.
Una vez más comprendió que toda batalla se libra en el corazón del hombre. Que no hay guerrero que no se combata a sí mismo y, en su combate, no descubra que en él están todos los caminos, que no hay mas camino que sí mismo.
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